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miércoles, 18 de febrero de 2015

sábado, 14 de febrero de 2015

DNI CUARESMA 2015

Hace más de veinte siglos unos hombres escogieron el poder para humillar a Jesús, la violencia para colgarle de una cruz… Hoy, 2.000 años después, la mayoría de los que nos declaramos cristianos hemos escogido la indiferencia para que Jesús no trastoque demasiado nuestras vidas…

Te invito a que en este tiempo de cuaresma revises tu vida como cristiano, como discípulo de Cristo. Este DNI que, a continuación, te muestro, te ayudará a recorrer con Jesús el camino del Calvario… Sólo así, podrás, unos días después, reconocerle en el camino de Emaús y gozar para siempre de su compañía.

Conviértete. De corazón. No te preocupes por la fachada, por el envoltorio. Jesús te conoce de sobra; no intentes engatusarle con “penitencias de todo a cien.” Rasga tu corazón, no tus vestiduras.

Ubícate. Utiliza para tal fin “el GPS de los evangelios.” En especial, el pasaje de Lucas (4,1-13). Acude al desierto donde te esperan un montón de dudas, de tentaciones… Pero no te des a la fuga, Jesús no te dejará solo, si confías en Él, saldrás victorioso.

Ayuna. Levántate todos los días con hambre de justicia. Acude a tu trabajo con hambre de solidaridad. Relaciónate con tus hermanos con hambre de fraternidad. Acoge las pruebas y los sinsabores con hambre de fe y acuéstate al finalizar la jornada con hambre de Dios. Ya verás como acabarás dándote “un atracón” de amor, de Amor del bueno.

Reza. Cierra las puertas de la desidia, de los ruidos, de las prisas, del “cumpli-miento.” Y, ahí, en lo escondido, en el interior de tu corazón ama, ora y habla a Dios de los hombres y a los hombres de Dios; pues nada sabe de oración el que no ama y nada sabe de amor el que no ora.

Escucha. Precisamente porque Dios te ha dado una boca y dos oídos, escucha el doble de lo que hablas. Pon “a cuarentena” tu lengua y escucha la hermosa melodía que Dios, a través de las ondas de tus hermanos, pone todos los días en tu corazón.

Santifícate. Dios, a través de este tiempo de gracia, te envía un mensaje: “La cruz es ante todo una declaración de amor.” A pesar de que haya gente a tu alrededor que siga prefiriendo un cristianismo de butaca, tú apuesta por un cristianismo de cruz. Recuerda que una persona santa no es aquella que nunca cae, sino la que siempre se levanta.

Mira. A tu alrededor. No es la cuaresma un tiempo para caminar solo. A tu lado, Jesús sigue cayendo una y otra vez bajo el peso de la cruz. Sólo los que tienes ojos pueden ver las necesidades de los otros y convertirse en cireneos de tantas personas que siguen recorriendo el camino del Calvario un día sí y otro también.

Ama. Pues sin amor despídete de entender a Dios, porque Él es eso, precisamente Amor. Combate las dudas, los fracasos, las cruces, el dolor... a base de amor. No olvides que si sufriendo se aprende a amar, amando se aprende a sufrir. Si amas, la Pascua, la resurrección, la dicha de un Dios-Amor brotará, y de qué forma, en tu vida y en la de tus hermanos… ¡Haz la prueba!

sábado, 7 de febrero de 2015

CUARESMA 2015

La Cuaresma es el tiempo litúrgico de conversión, que marca la Iglesia para prepararnos a la gran fiesta de la Pascua. Es tiempo para arrepentirnos de nuestros pecados y de cambiar algo de nosotros para ser mejores y poder vivir más cerca de Cristo.

La Cuaresma dura 40 días; comienza el Miércoles de Ceniza, que este año será el próximo 18 de febrero y termina antes de la Misa de la Cena del Señor del Jueves Santo. A lo largo de este tiempo, sobre todo en la liturgia del domingo, hacemos un esfuerzo por recuperar el ritmo y estilo de verdaderos creyentes que debemos vivir como hijos de Dios




  


«Fortalezcan sus corazones» (St 5,8)
Queridos hermanos y hermanas:
La Cuaresma es un tiempo de renovación para la Iglesia, para las comunidades y para cada creyente. Pero sobre todo es un «tiempo de gracia» (2 Co 6,2). Dios no nos pide nada que no nos haya dado antes: «Nosotros amemos a Dios porque él nos amó primero» (1 Jn 4,19). Él no es indiferente a nosotros. Está interesado en cada uno de nosotros, nos conoce por nuestro nombre, nos cuida y nos busca cuando lo dejamos.
Cada uno de nosotros le interesa; su amor le impide ser indiferente a lo que nos sucede. Pero ocurre que cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás (algo que Dios Padre no hace jamás), no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen… Entonces nuestro corazón cae en la indiferencia: yo estoy relativamente bien y a gusto, y me olvido de quienes no están bien. Esta actitud egoísta, de indiferencia, ha alcanzado hoy una dimensión mundial, hasta tal punto que podemos hablar de una globalización de la indiferencia. Se trata de un malestar que tenemos que afrontar como cristianos.
Cuando el pueblo de Dios se convierte a su amor, encuentra las respuestas a las preguntas que la historia le plantea continuamente. Uno de los desafíos más urgentes sobre los que quiero detenerme en este Mensaje es el de la globalización de la indiferencia.
La indiferencia hacia el prójimo y hacia Dios es una tentación real también para los cristianos. Por eso, necesitamos oír en cada Cuaresma el grito de los profetas que levantan su voz y nos despiertan.
Dios no es indiferente al mundo, sino que lo ama hasta el punto de dar a su Hijo por la salvación de cada hombre. En la encarnación, en la vida terrena, en la muerte y resurrección del Hijo de Dios, se abre definitivamente la puerta entre Dios y el hombre, entre el cielo y la tierra.
Y la Iglesia es como la mano que tiene abierta esta puerta mediante la proclamación de la Palabra, la celebración de los sacramentos, el testimonio de la fe que actúa por la caridad (cf. Ga 5,6). Sin embargo, el mundo tiende a cerrarse en sí mismo y a cerrar la puerta a través de la cual Dios entra en el mundo y el mundo en Él. Así, la mano, que es la Iglesia, nunca debe sorprenderse si es rechazada, aplastada o herida.
El pueblo de Dios, por tanto, tiene necesidad de renovación, para no ser indiferente y para no cerrarse en sí mismo. Querría proponerles tres pasajes para meditar acerca de esta renovación.
1. «Si un miembro sufre, todos sufren con él» (1 Co 12,26) – La Iglesia
La caridad de Dios que rompe esa cerrazón mortal en sí mismos de la indiferencia, nos la ofrece la Iglesia con sus enseñanzas y, sobre todo, con su testimonio. Sin embargo, sólo se puede testimoniar lo que antes se ha experimentado. El cristiano es aquel que permite que Dios lo revista de su bondad y misericordia, que lo revista de Cristo, para llegar a ser como Él, siervo de Dios y de los hombres.
Nos lo recuerda la liturgia del Jueves Santo con el rito del lavatorio de los pies. Pedro no quería que Jesús le lavase los pies, pero después entendió que Jesús no quería ser sólo un ejemplo de cómo debemos lavarnos los pies unos a otros. Este servicio sólo lo puede hacer quien antes se ha dejado lavar los pies por Cristo. Sólo éstos tienen "parte" con Él (Jn 13,8) y así pueden servir al hombre.
La Cuaresma es un tiempo propicio para dejarnos servir por Cristo y así llegar a ser como Él. Esto sucede cuando escuchamos la Palabra de Dios y cuando recibimos los sacramentos, en particular la Eucaristía. En ella nos convertimos en lo que recibimos: el cuerpo de Cristo. En él no hay lugar para la indiferencia, que tan a menudo parece tener tanto poder en nuestros corazones. Quien es de Cristo pertenece a un solo cuerpo y en Él no se es indiferente hacia los demás. «Si un miembro sufre, todos sufren con él; y si un miembro es honrado, todos se alegran con él» (1 Co 12,26).
La Iglesia es communio sanctorum porque en ella participan los santos, pero a su vez porque es comunión de cosas santas: el amor de Dios que se nos reveló en Cristo y todos sus dones. Entre éstos está también la respuesta de cuantos se dejan tocar por ese amor. En esta comunión de los santos y en esta participación en las cosas santas, nadie posee sólo para sí mismo, sino que lo que tiene es para todos.
Y puesto que estamos unidos en Dios, podemos hacer algo también por quienes están lejos, por aquellos a quienes nunca podríamos llegar sólo con nuestras fuerzas, porque con ellos y por ellos rezamos a Dios para que todos nos abramos a su obra de salvación.
2. «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9) – Las parroquias y las comunidades
Lo que hemos dicho para la Iglesia universal es necesario traducirlo en la vida de las parroquias y comunidades. En estas realidades eclesiales ¿se tiene la experiencia de que formamos parte de un solo cuerpo? ¿Un cuerpo que recibe y comparte lo que Dios quiere donar? ¿Un cuerpo que conoce a sus miembros más débiles, pobres y pequeños, y se hace cargo de ellos? ¿O nos refugiamos en un amor universal que se compromete con los que están lejos en el mundo, pero olvida al Lázaro sentado delante de su propia puerta cerrada? (cf. Lc 16,19-31).
Para recibir y hacer fructificar plenamente lo que Dios nos da es preciso superar los confines de la Iglesia visible en dos direcciones.
En primer lugar, uniéndonos a la Iglesia del cielo en la oración. Cuando la Iglesia terrenal ora, se instaura una comunión de servicio y de bien mutuos que llega ante Dios. Junto con los santos, que encontraron su plenitud en Dios, formamos parte de la comunión en la cual el amor vence la indiferencia.
La Iglesia del cielo no es triunfante porque ha dado la espalda a los sufrimientos del mundo y goza en solitario. Los santos ya contemplan y gozan, gracias a que, con la muerte y la resurrección de Jesús, vencieron definitivamente la indiferencia, la dureza de corazón y el odio. Hasta que esta victoria del amor no inunde todo el mundo, los santos caminan con nosotros, todavía peregrinos. Santa Teresa de Lisieux, doctora de la Iglesia, escribía convencida de que la alegría en el cielo por la victoria del amor crucificado no es plena mientras haya un solo hombre en la tierra que sufra y gima: «Cuento mucho con no permanecer inactiva en el cielo, mi deseo es seguir trabajando para la Iglesia y para las almas» (Carta 254,14 julio 1897).
También nosotros participamos de los méritos y de la alegría de los santos, así como ellos participan de nuestra lucha y nuestro deseo de paz y reconciliación. Su alegría por la victoria de Cristo resucitado es para nosotros motivo de fuerza para superar tantas formas de indiferencia y de dureza de corazón.
Por otra parte, toda comunidad cristiana está llamada a cruzar el umbral que la pone en relación con la sociedad que la rodea, con los pobres y los alejados. La Iglesia por naturaleza es misionera, no debe quedarse replegada en sí misma, sino que es enviada a todos los hombres.
Esta misión es el testimonio paciente de Aquel que quiere llevar toda la realidad y cada hombre al Padre. La misión es lo que el amor no puede callar. La Iglesia sigue a Jesucristo por el camino que la lleva a cada hombre, hasta los confines de la tierra (cf. Hch 1,8). Así podemos ver en nuestro prójimo al hermano y a la hermana por quienes Cristo murió y resucitó. Lo que hemos recibido, lo hemos recibido también para ellos. E, igualmente, lo que estos hermanos poseen es un don para la Iglesia y para toda la humanidad.
Queridos hermanos y hermanas, cuánto deseo que los lugares en los que se manifiesta la Iglesia, en particular nuestras parroquias y nuestras comunidades, lleguen a ser islas de misericordia en medio del mar de la indiferencia.
3. «Fortalezcan sus corazones» (St 5,8) – La persona creyente
También como individuos tenemos la tentación de la indiferencia. Estamos saturados de noticias e imágenes tremendas que nos narran el sufrimiento humano y, al mismo tiempo, sentimos toda nuestra incapacidad para intervenir. ¿Qué podemos hacer para no dejarnos absorber por esta espiral de horror y de impotencia?
En primer lugar, podemos orar en la comunión de la Iglesia terrenal y celestial. No olvidemos la fuerza de la oración de tantas personas. La iniciativa 24 horas para el Señor, que deseo que se celebre en toda la Iglesia —también a nivel diocesano—, en los días 13 y 14 de marzo, es expresión de esta necesidad de la oración.
En segundo lugar, podemos ayudar con gestos de caridad, llegando tanto a las personas cercanas como a las lejanas, gracias a los numerosos organismos de caridad de la Iglesia. La Cuaresma es un tiempo propicio para mostrar interés por el otro, con un signo concreto, aunque sea pequeño, de nuestra participación en la misma humanidad.
Y, en tercer lugar, el sufrimiento del otro constituye un llamado a la conversión, porque la necesidad del hermano me recuerda la fragilidad de mi vida, mi dependencia de Dios y de los hermanos. Si pedimos humildemente la gracia de Dios y aceptamos los límites de nuestras posibilidades, confiaremos en las infinitas posibilidades que nos reserva el amor de Dios. Y podremos resistir a la tentación diabólica que nos hace creer que nosotros solos podemos salvar al mundo y a nosotros mismos.
Para superar la indiferencia y nuestras pretensiones de omnipotencia, quiero pedir a todos que este tiempo de Cuaresma se viva como un camino de formación del corazón, como dijo Benedicto XVI (Ct. enc. Deus caritas est, 31).
Tener un corazón misericordioso no significa tener un corazón débil. Quien desea ser misericordioso necesita un corazón fuerte, firme, cerrado al tentador, pero abierto a Dios. Un corazón que se deje impregnar por el Espíritu y guiar por los caminos del amor que nos llevan a los hermanos y hermanas. En definitiva, un corazón pobre, que conoce sus propias pobrezas y lo da todo por el otro.
Por esto, queridos hermanos y hermanas, deseo orar con ustedes a Cristo en esta Cuaresma: "Fac cor nostrum secundum Cor tuum": "Haz nuestro corazón semejante al tuyo" (Súplica de las Letanías al Sagrado Corazón de Jesús). De ese modo tendremos un corazón fuerte y misericordioso, vigilante y generoso, que no se deje encerrar en sí mismo y no caiga en el vértigo de la globalización de la indiferencia.
Con este deseo, aseguro mi oración para que todo creyente y toda comunidad eclesial recorra provechosamente el itinerario cuaresmal, y les pido que recen por mí. Que el Señor los bendiga y la Virgen los guarde

Papa Francisco: Atención, la Iglesia no es una ONG

La Iglesia debe anunciar el Evangelio “en la pobreza” y quien lo anuncia debe tener como único objetivo aliviar las miserias de los más pobres, sin olvidar nunca que este servicio es obra del Espíritu Santo y no de fuerzas humanas. Lo dijo hoy el Papa Francisco en su homilía en Santa Marta.

Curar, levantar, liberar. Expulsar los demonios. Y después reconocer con sobriedad: he sido un simple “obrero del Reino”. Esto es lo que debe hacer y debe decir de sí mismo un ministro di Cristo cuando pasa a curar los “muchos heridos” que esperan en los pasillos de la Iglesia “hospital de campaña”. El concepto querido a Francisco vuelve en su reflexión de la mañana, dictada al pasaje del evangelio en que Jesús manda a los discípulos de dos en dos a los pueblos a predicar, curar a los enfermos y expulsar “espíritus impuros”.

La mirada del Papa es atraída por la descripción que Jesús hace del estilo que deben asumir sus enviados al pueblo: personas que estén sin pompas – no llevéis “ni pan, ni bolsa, ni dinero en el cinto”, les dice – y esto porque el Evangelio, sostiene Francisco, “debe ser anunciado en pobreza”, porque “la salvación no es una teología de la prosperidad”. Es solo, y nada más, el “feliz anuncio” de liberación llevado a todo oprimido:

“Esta es la misión de la Iglesia: la Iglesia que cura, que cuida. Algunas veces he hablado de la Iglesia como de un hospital de campaña. Es verdad: ¡cuántos heridos hay, cuántos heridos! ¡Cuánta gente que necesita que sus heridas sean curadas! Esta es la misión de la Iglesia: curar las heridas del corazón, abrir puertas, liberar, decir que Dios es bueno, que Dios perdona todo, que Dios es padre, que Dios es tierno, que Dios nos espera siempre…”.

Desviar de lo esencial de este anuncio abre al riesgo – muchas veces advertido por el Papa Francisco – de tergiversar la misión de la Iglesia, por el que el compromiso por aliviar las diversas formas de miseria se vacía de lo único que cuenta: llevar a Cristo a los pobres, a los ciegos, a los prisioneros.

Papa Francisco: Atención, la Iglesia no es una ONG

“Es verdad, tenemos que ayudar y hacer organizaciones que ayuden en esto: eso sí, porque el Señor nos da los dones para esto. Pero cuando olvidamos esta misión, olvidamos la pobreza, olvidamos el celo apostólico y ponemos la esperanza en estos medios, la Iglesia lentamente se desliza a una ONG y se convierte en una bella organización: potente, pero no evangélica, porque le falta ese espíritu, esa pobreza, esa fuerza de curar”.

Los discípulos vuelven “felices” de su misión y el Papa recuerda que Jesús los toma consigo y les lleva a “descansar un poco’”. Con todo, subraya Francisco, “no les dice: ‘Qué grandes sois, la próxima salida organizadla mejor…’. Solo: ‘Cuando hayáis hecho lo que tenéis que hacer, decid a vosotros mismos: ‘Siervos inútiles somos’. Este es el apóstol. ¿Y cuál sería la alabanza más bella para un apóstol? ‘Ha sido un obrero del Reino, un trabajador del Reino’. Esta es la alabanza más grande, porque va en ese camino del anuncio de Jesús: va a sanar, a custodiar, a proclamar este alegre anuncio y este año de gracia. A hacer que el pueblo vuelva a encontrar al Padre, a hacer la paz en el corazón de la gente”.
La Iglesia debe anunciar el Evangelio “en la pobreza” y quien lo anuncia debe tener como único objetivo aliviar las miserias de los más pobres, sin olvidar nunca que este servicio es obra del Espíritu Santo y no de fuerzas humanas. Lo dijo hoy el Papa Francisco en su homilía en Santa Marta.

Curar, levantar, liberar. Expulsar los demonios. Y después reconocer con sobriedad: he sido un simple “obrero del Reino”. Esto es lo que debe hacer y debe decir de sí mismo un ministro di Cristo cuando pasa a curar los “muchos heridos” que esperan en los pasillos de la Iglesia “hospital de campaña”. El concepto querido a Francisco vuelve en su reflexión de la mañana, dictada al pasaje del evangelio en que Jesús manda a los discípulos de dos en dos a los pueblos a predicar, curar a los enfermos y expulsar “espíritus impuros”.

La mirada del Papa es atraída por la descripción que Jesús hace del estilo que deben asumir sus enviados al pueblo: personas que estén sin pompas – no llevéis “ni pan, ni bolsa, ni dinero en el cinto”, les dice – y esto porque el Evangelio, sostiene Francisco, “debe ser anunciado en pobreza”, porque “la salvación no es una teología de la prosperidad”. Es solo, y nada más, el “feliz anuncio” de liberación llevado a todo oprimido:

“Esta es la misión de la Iglesia: la Iglesia que cura, que cuida. Algunas veces he hablado de la Iglesia como de un hospital de campaña. Es verdad: ¡cuántos heridos hay, cuántos heridos! ¡Cuánta gente que necesita que sus heridas sean curadas! Esta es la misión de la Iglesia: curar las heridas del corazón, abrir puertas, liberar, decir que Dios es bueno, que Dios perdona todo, que Dios es padre, que Dios es tierno, que Dios nos espera siempre…”.

Desviar de lo esencial de este anuncio abre al riesgo – muchas veces advertido por el Papa Francisco – de tergiversar la misión de la Iglesia, por el que el compromiso por aliviar las diversas formas de miseria se vacía de lo único que cuenta: llevar a Cristo a los pobres, a los ciegos, a los prisioneros.

“Es verdad, tenemos que ayudar y hacer organizaciones que ayuden en esto: eso sí, porque el Señor nos da los dones para esto. Pero cuando olvidamos esta misión, olvidamos la pobreza, olvidamos el celo apostólico y ponemos la esperanza en estos medios, la Iglesia lentamente se desliza a una ONG y se convierte en una bella organización: potente, pero no evangélica, porque le falta ese espíritu, esa pobreza, esa fuerza de curar”.

Los discípulos vuelven “felices” de su misión y el Papa recuerda que Jesús los toma consigo y les lleva a “descansar un poco’”. Con todo, subraya Francisco, “no les dice: ‘Qué grandes sois, la próxima salida organizadla mejor…’. Solo: ‘Cuando hayáis hecho lo que tenéis que hacer, decid a vosotros mismos: ‘Siervos inútiles somos’. Este es el apóstol. ¿Y cuál sería la alabanza más bella para un apóstol? ‘Ha sido un obrero del Reino, un trabajador del Reino’. Esta es la alabanza más grande, porque va en ese camino del anuncio de Jesús: va a sanar, a custodiar, a proclamar este alegre anuncio y este año de gracia. A hacer que el pueblo vuelva a encontrar al Padre, a hacer la paz en el corazón de la gente”.

PAPA FRANCISCO, QUIEN ROBA AL ESTADO Y DONA A LA IGLESIA....

Advierte que «los cristianos corruptos y los sacerdotes corruptos hacen mucho daño a la Iglesia»
EFE
Con palabras muy duras y, al mismo tiempo, muy claras, el Papa Francisco advirtió que «la doble vida de un cristiano hace mucho daño, mucho daño». Y todavía más cuando se utiliza hipócritamente la religión para «blanquear» la injusticia o la corrupción.
En su homilía de la misa de las siete de la mañana en Casa Santa Marta, el Papa desenmascaró al «cristiano de doble vida que dice ‘¡Yo soy un benefactor de la Iglesia! Meto la mano en mi bolsillo y hago donativos a la Iglesia’. Pero con la otra mano roba al Estado o a los pobres… ¡roba!». El diagnóstico del Papa es claro: «Es un injusto, y eso es doble vida. Y merece –lo dice Jesús, no lo digo yo- que le aten al cuello una rueda de molino y lo echen al mar. Jesús no habla de perdón aquí».
El obispo de Roma explicó la diferencia, importantísima, entre «pecar y escandalizar». El pecador se reconoce como tal, y por eso recibe el perdón de Dios todas las veces que lo necesite. Sin límites. En cambio, el hipócrita se finge justo y, con eso, provoca escándalo. El Papa recordó que «Jesús dijo ‘¡Ay de quien cause escándalo!’. No habla de pecado sino de escándalo, que es otra cosa».
Una vez más, el Santo Padre reconoció que «pecadores lo somos todos, pero en cambio no podemos ser corruptos». El corrupto «intenta engañar, y donde hay engaño no está el Espíritu de Dios. Esta es la diferencia entre el pecador y el corrupto».
Con toda claridad denunció que «un cristiano que presume de ser cristiano pero no vive como cristiano, es un corrupto. Todos conocemos alguno así… !Y cuánto daño hacen a la Iglesia! Los cristianos corruptos, los sacerdotes corruptos, ¡hacen mucho daño a la Iglesia!».
En realidad son «una podredumbre blanqueada. Eso es la vida del corrupto. Y Jesús no les llamaba ‘pecadores’ sino ‘hipócritas’. A los pecadores, no se cansaba de perdonarles».

Para entender bien las palabras del Papa hay que fijarse siempre en el contexto. No es lo mismo una encíclica o un discurso formal, que una homilía breve, coloquial y sin papeles en una misa para un grupo reducido. Aun así, el mensaje del Papa está claro: al pecador arrepentido hay que perdonarle; al corrupto no. Y todavía menos cuando, hipócritamente, se finge cristiano ejemplar para disimular su robo, su injusticia o su vileza.