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miércoles, 15 de octubre de 2014



Para ser evangelizador necesitas ser orante. A veces, puedes pensar que lo que necesitas, para convencer, es ser orador, hablar bien, con entusiasmo,… pero para llegar a todo esto, antes, necesitas ser orante para ser tú mismo convencido por quien te puede decir palabras de vida eterna.

Tú mismo necesitas la Palabra de Dios; necesitas que esa Palabra sea en tu corazón manantial que salta hasta la vida eterna. Tu relación con la Palabra de Dios no puede ser (si es que es) sólo funcional, para aprender y transmitirla. Tú mismo debes escucharla, acogerla con sencillez y guardarla en tu corazón, para que te vaya haciendo testigo de su fuerza, de su capacidad de transformarte, haciéndote criatura nueva.

Tu tarea evangelizadora será así mucho más “fácil”, porque el hombre de hoy cree más a los testigos que a los maestros, y si cree a los maestros es porque son también testigos. Sólo si tú mismo conoces el rostro de Dios, que se te muestra en la oración, podrás ser rostro de Dios para los demás.

Es lógica la preocupación por la metodología, por saber preparar una reunión, por aprender qué decir y cómo decirlo, pero no podemos olvidar que “de la abundancia del corazón habla la boca”.


A veces, te sentirás cortado, porque no ves que haya coherencia entre tu fe y tu vida. Te parece que crees por un lado y vives por otro. Percibe en esa situación molesta no una tentación para abandonar, sino una llamada a personalizar y profundizar tu fe.

Mientras exista esa separación es que tu fe no es suficientemente viva y personal. Cuando examines tu fe, no te quedes sólo sopesando el cumplimiento de sus exigencias, que podrías caer en un simple voluntarismo dejando de lado a Dios.

Bucea más adentro, y encuentra en tu interior la viveza de tu apertura a Dios, experimenta cómo “sólo Él basta”, acógelo revelado en Jesucristo y pide al Espíritu que, con tu vida, confieses a Dios como Padre y a Jesús como Señor. Una fe así, no lo dudes, se verificará en el amor.